Era abril del 2005. De viaje por Sudamérica en el gran Ford Falcon (año 1969) llegamos asombrados a Ollantaytambo en búsqueda de un camping para iniciar el
camino hacia Machu Pichu al día siguiente.
Buscando y hablando con la gente de la plaza principal, como
cualquier viajero, encontramos una familia que tenía un camping en Rumira (a
3km de Ollanta). Fuimos a verlo, con el Falcon claro, y tras difícil acceso cruzando un puente colgante (de un hilo dental) nos encantó. Estábamos nosotros
solos. Cuando digo nosotros, hablo de Martín, Fede, Pancho y yo. Un poco de
comida en la mochila y un vinito rico para compartir cuando llegara la noche.
Decidimos quedarnos allí en medio de la naturaleza. Cerro,
mucho verde, y un quincho por si el clima se ponía complicado.
Tras la cena, los tres hombres de la familia en cuestión vinieron
compartir el vino con nosotros. Claro, éramos
7 con un litro de vino y con la costumbre de los locales de convidar a la Pachamama antes de
cada sorbo. Para evitar la cirrosis de la pachamama alguno de nosotros pidió
que le aflojemos a la tierrita porque sino nos quedabamos sin tomar y no era
fácil dormir lejos de casa, con frío, un poco de hambre y sin la dosis de
anestesia necesaria.
Conversaciones varias derivaron en la idea de ir al Nevado
Verónica a ver sus hielos y estalactitas.
El entusiasmo fue general y arrancamos bien temprano con la
promesa de uno de los pobladores de cazar un venado para compartir luego.
Aceptando su excusa pero con la curiosidad y la admiración
por el paisaje, partimos a una larga y empinada caminata rumbo a los hielos del
Verónica.
La bandera blanca de la rendición flameaba fuerte a las 3 horas
de caminata, pero de algún lado surgieron las fuerzas para seguir y llegar a un
valle precioso en medio del cerro donde los conocedores, levemente
decepcionados por el fallido encuentro del venado, decidieron acampar.
El detalle es que el cazador había hecho tanto alarde de su
cacería que explicaba una y otra vez su asombro por la ausencia de venados en
el cerro. Nosotros, sin ánimos de cazar a nadie, nos cruzamos al menos tres en
la caminata, lo cual enfurecía aún más al presumido cazador. O los venados
percibían al cazador, o el tipo andaba con mala fortuna…
Se hizo de noche y el frío era atroz. Nuestra carpa era para
tres y nos ubicamos los cuatro, en un principio, lo suficientemente separados
para no tocarnos. Con el correr de la noche, el frío castigaba por demás,
congelándose y humedeciéndose los bordes de la carpa. Prácticamente terminamos durmiendo
pegados buscando el calor humano, imprescindible esa noche para no morir de
frío. La salida del sol fue uno de los momentos más bellos de mi vida. Habíamos
sobrevivido.
Por la mañana, tras desayunar, seguimos camino hacia los
hielos. Lagunas congeladas, estalactitas en las cuevas y un glaciar en la cima
de la montaña hacían embellecer aún más el paisaje. Claro, el venado no
aparecía y el cazador empezaba a desesperar, ante nuestra felicidad por el fin
de la subida y el comienzo del descenso. En uno de los descansos, ya en el
regreso, se nos ocurrió apedrear un lago congelado para intentar romperlo. Jugábamos
como niños hasta que Martín tiró una piedra pequeña, que por su escaso peso no
rompió el hielo y siguió rebotando por piedras al costado del lago hasta caer
directamente en la cabeza del presumido. Trágico. El héroe de nuestra travesía,
sin venado y con un corte en la cabeza. Sumido en su fastidio, nos dio un gran
aprendizaje. Ante la ausencia lógica de botiquín, orinó en un vaso y con su
mano pasó el orín por la herida. Señores, el pis ayuda a la cicatrización.
El silencio y el enojo del presumido caracterizó el descenso
de una travesía inolvidable tanto por el aprendizaje, por su paisaje y por el
sufrimiento. Nunca en mi vida sentí tanto frío y por ende valoré tanto el calor
humano de mis amigos, el amanecer, el calor del sol y el aire de la sierra
haciéndonos sentir nuevamente vivos.
Información del Cerro La Verónica
Orinoterapia
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